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Sevilla.
Jueves, 3 de abril de 2008. 5ª corrida de toros de feria.
Lleno de “No hay billetes” en tarde calurosa y sin
viento. Seis toros de Victorino Martín, correctamente presentados
y desiguales de comportamiento. Al quinto se le dio arbitrariamente
la vuelta al ruedo.
Pesos: 535, 545, 540, 515, 502 y 550 kilos.
Pepín Liria (Silencio y Oreja con petición de otra
y dos vueltas al ruedo);
Antonio Ferrera (Silencio y Vuelta al ruedo tras aviso) y
Manuel Jesús, El Cid (Ovación y Silencio tras aviso).
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CRONICA DE SANTI ORTIZ |
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LIRIA POR LA PUERTA DE LA GLORIA
La Puerta de la Gloria es más grande que la del Príncipe,
que la del Rey y que todas las que se puedan inventar los distintos
chauvinismos y martingalas del ombliguismo, el saber estar y lo
políticamente correcto. No voy a meterme con la afición
de Sevilla porque ha sancionado con acierto y ha expresado nítidamente
cuales eran sus sentimientos a lo largo de la tarde; pero el palco
presidencial no tiene perdón y no voy a dárselo.
No me vale el atenuante de que la presidenta es novata, porque
a su lado tenía asesorándola un torero de muchos
años en la profesión. Si no se ha dejado asesorar,
vuelva a los pueblos porque no es digna de ocupar la presidencia.
Si la han asesorado mal, quiten de manera sumaria del palco a
todos los ineptos y chupa culos y pongan en él a alguien
con el saber y la sensibilidad necesaria para conectar con lo
que está sucediendo en el ruedo. Han sido demasiados errores,
demasiada injusticia, demasiado sesgada su interpretación
de los hechos, favoreciendo al ganadero figura con la vuelta al
ruedo de un toro encastado, que no bravo –así lo
demostró su pelea en los caballos–, y difícil
que no la merecía y que nadie pidió, cambiando antes
de tiempo el tercio sin que lo pidieran los matadores y robándole
una oreja ganada legítimamente, con hombría y afición
máximas, a un torero que ha querido despedirse de la afición
de Sevilla como si de su actuación dependieran los contratos
de toda una carrera.
El toreo es sobre todo emoción. Y drama. Porque es incertidumbre,
porque nada está hecho, porque cada toro que sale plantea
un nuevo problema ante el que el torero ha de jugarse la pelleja
y, sobre todo, porque hay toreros que salen a despejar la incógnita
resueltos a entregar lo más precioso que un hombre tiene
en aras de un ideal, de un código de comportamiento, de
un respeto a sí mismo y a su propia historia: la vida.
¿Qué hacía un veterano como Liria marchándose
a portagayola en su último toro maestrante? ¿Dependía
de ello los contratos que ya no quiere para sí? ¿Buscarse
un nuevo apoderado? ¿Competir con los que quedan en la
lucha cuando él se va? Indudablemente no. Se fue porque
el sentimiento del toreo es algo mucho más profundo y grandioso
de lo que incluso la inmensa mayoría del público
está dispuesto a admitir; algo que se instala fuera del
sentido común, pero que está agarrado a las entrañas
de quien lo siente con una fuerza irresistible. Liria se fue a
portagayola porque es un torero, porque quería decir adiós
a la plaza que tanto le ha dado siendo fiel a sí mismo.
Y lo cogió el toro y se levantó maltrecho y dolorido
y dibujó los lances y templó cuatro medias verónicas
y salió de la suerte con uno de los recortes más
toreros que recuerdo, porque en él había gallardía,
satisfacción, grandeza y una luz de victoria sobre los
propios miedos, sobre la propia miseria de los demás mortales.
¿Qué la faena tuvo defectos? ¡Y a mí
que me importa! En toda su extensión estuvo entregado,
y toreó, y de nuevo fue volteado, y otra vez se puso en
la cara como si de un principiante ávido de contratos se
tratara, y tuvo el detalle gallardo de llevarse al toro a los
medios para entrarle a matar y dejó una colosal estocada
de la que el toro, comiéndose la sangre, tardó en
doblar, pero de la que cayó sin puntilla. Y la plaza fue
un clamor, y siguió siéndolo después de que
le fuera otorgada la oreja. Pero ahí pudo el instinto de
conservación de los mediocres, de los que no están
capacitados, por falta de afición y por cobardes, para
subirse a un palco de tanta responsabilidad. Y así le robaron
la segunda oreja y la salida a hombros, aunque no las dos vueltas
a ruedo que le obligó a dar el público. Sé
que no es lo mismo, Pepín, pero desde aquí yo te
concedo las dos y la salida por la Puerta de la gloria –con
mayúscula–, que como decía al principio, vale
más que la del Príncipe y que todas las que se hayan
inventado las historias. ¡Salud, torero! Te vas engrandecido
y por encima de mezquindades de leguleyos y serviles.
Otro damnificado por la parcialidad del Palco fue Antonio Ferrera;
pero también otro torero que sale con el cartel en alza
de Sevilla. Con el quinto se vació. Dio todo lo que llevaba
dentro. Perdió la compostura, las buenas formas, pero,
señores...¡qué sinceridad! ¡qué
entrega! Acepto que su toreo no fuera bonito, pero fue algo mucho
más elevado: fue bello, sublime, arrebatado, puro de corazón
y no de hojana. Y, además, se entregó desde principio
a fin. Desde el capote hasta la estocada, pasando por un segundo
tercio donde arriesgó lo indecible. ¡Bien por Ferrera!
Y al final, para que vean ustedes como estaba la cosa, él
no se llevó ni una oreja –el público debió
pedirla con mayor énfasis– y el toro fue premiado
con una vuelta al ruedo que nadie pidió y que se volvió
en contra del ganadero en el toro siguiente para demostrar que
nada hay tan dañino como un pelotillero.
En ese toro, El Cid estuvo aseado, pero a mucha menor altura que
con su primero, al que toreó al natural con un temple y
una superioridad como hasta ahora yo no le había visto.
Tuvo la virtud de dejarle la muleta en la cara y tirar de él
sin desplazarlo hacia fuera, suave y cadenciosamente. De este
modo consiguió excelentes tandas de naturales y una faena
de conjunto que si la hubiera rubricado con la espada hubiese
sido premiada con oreja de peso.
De los victorinos decir que fue mejor el que mayores hechuras
de la línea Santa Coloma lució; esto es: el tercero.
No obstante, y, aunque los toreros le taparon más de lo
que muchos estarían dispuestos a creer, trajeron la emoción
al ruedo. Nada más que por eso –y por sacarnos de
la debacle ganadera de días pasados– ya merece nuestra
sincera felicitación.
Santi Ortiz
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